
Hace un tiempo leí que Sir Sean Connery llegó a la filmación de The Hunt for Red October, de 1990, con la actitud de Marko Ramius, el comandante de un submarino soviético, quien quiere huir hacia los Estados Unidos. Es normal que cualquier actriz o actor se meta en la piel de su personaje para desempeñarlo a cabalidad, pero, a lo que se refería aquel artículo, era a que Connery llegó con una actitud distante, fría, marcial, a fin de imponer el respeto que su personaje exigía —y expondría luego en las escenas—, a todo el mundo en la filmación, no únicamente a sus «subordinados» dentro del submarino, o los estadounidenses que «colaboraron» en su fuga.
Una estrella monolítica
Sin embargo, Alec Baldwin, quien interpretó al Dr. Jack Ryan de las novelas de Tom Clancy, recuerda esa experiencia de manera diferente. Sharareh Drury hizo referencia a ello en su artículo del 31 de octubre de este año.
Hablando con The Hollywood Reporter el sábado después de la noticia de la muerte del actor escocés a los 90 años, Baldwin compartió recuerdos de trabajar con Connery y lo que aprendió de estar en presencia del venerado artista:
«Fue la primera estrella realmente grande con la que trabajé. Había hecho pequeños papeles en películas, y trabajé con gente de mi propia generación —Kevin Bacon, Dennis Quaid, Michelle Pfeiffer—, con algunas grandes personas. Fue la primera estrella de cine monolítica con la que trabajé en una película».

Siguiendo con esta retrospectiva, Baldwin recordó: «Fue muy amable y muy comprensivo conmigo. Yo estaba completamente abrumado por estar en la misma película. Él sabía que era como toda esa gente a igual nivel, donde están allí con mucha paciencia y esperan a que proceses de diez a quince minutos la sensación abrumadora que es estar con estas personas. Como cuando conocí a De Niro o Pacino. Gente de ese nivel. Te toma diez minutos concentrarte».
«Sean tenía esa habilidad de permanecer allí durante esos cinco a diez minutos. Estaba como: “Sí, soy yo. Voy a esperar que se te pase esa sensación que estás sintiendo”. No quiero decir eso de una manera arrogante. No tenía nada que ver con él. Todo se trataba de mí y de mi reacción hacia él. Pero, luego, filmamos estas escenas y él fue muy, muy generoso y muy maravilloso para trabajar».
Cuando se le preguntó qué consejo le ofreció el actor ganador del Oscar durante su tiempo filmando juntos, Baldwin describió el impacto recibido de Connery más «por su ejemplo», que por algo dicho o demostrado. «Todo se trata de economizar. Todo se trata de hacerlo todo simple y real. Uno pensaría que su personaje en The Hunt for Red October es muy motivado y fanático en cierto modo. Él hizo lo contrario: lo actuó como un hombre que tenía que mantener la calma y estar concentrado, y tener el control para reunir a toda esta gente para hacer esa locura que íbamos a hacer».
«Y me encanta pensar de esa película, en cómo otras personas podrían haber interpretado a ese personaje —gritando, vociferando—, para tener que aterrorizar a la gente para que lo escuchara y lo siguiera. Con él, fue todo lo contrario: estuvo tranquilo hasta el momento en que le rompió el cuello a (el personaje de) Peter Firth. Quiero decir, llegado al límite, es cuando le rompe el cuello. Estaba muy compuesto y muy, muy en control. Me encanta que decidiera interpretar al personaje como alguien que sentía que esa era realmente la respuesta: mantener el control para tratar de lograr su objetivo. Creo que lo habría tocado de forma muy diferente».

Procesando lo que la pérdida de un actor tan trascendental significa para la industria, Baldwin dijo: «A medida que perdamos más y más de esas personas, será el fin de una era, porque esas son las últimas estrellas reales de cine. Todo el mundo que se convirtió en una estrella de cine después de 1980, es un poco diferente. No es tan abrumador, es algo diferente».
Baldwin añade que una personalidad con la que alinea a Connery es un actor de la Edad de Oro, que Hollywood perdió este año: Kirk Douglas (este enlace te lleva a un artículo sobre él publicado en esta página: https://wordpress.com/post/elabrevaderojm.com/248).
«Estos actores eran grandes estrellas, hombres destacados, muy guapos sí, pero eran grandes actores. Sean era un gran actor, un actor maravilloso. Al verlo, aprendí mucho acerca de ser real frente a la cámara».
El difícil camino hacia el espía británico

En 1951, Sean Connery trabajaba tras bastidores en el King’s Theatre, y en 1953, durante una competición de fisiculturismo celebrada en Londres, uno de los competidores mencionó que se estaban realizando audiciones para una producción de South Pacific, en el cual Connery comenzó en un pequeño papel como uno de los coristas de Seabees, y llegó al papel destacado del teniente Buzz Adams.

Connery conoció a quien sería, luego su amigo íntimo, Michael Caine, en una fiesta durante la producción de South Pacific en 1954. Durante esta producción en la Opera House de Manchester durante el período navideño de 1954, Connery desarrolló un gran interés en el teatro a través del actor estadounidense Robert Henderson quien le prestó copias de obras de Ibsen —Hedda Gabler, The Wild Duck, y When We Dead Awaken—, y más tarde obras de Proust, Tolstói, Turguénev, Bernard Shaw, Joyce y Shakespeare.
Este mismo actor lo instó a tomar clases de elocución y le consiguió papeles en el Maida Vale Theatre de Londres. A esta altura, ya había comenzado una carrera cinematográfica como extra en el musical Lilacs in the Spring de 1954 de Herbert Wilcox, junto a Anna Neagle.
A pesar de conseguir varios papeles como extra, Connery se vio obligado a aceptar un trabajo a tiempo parcial como niñera para el periodista Peter Noble y su esposa actriz Marianne. Así conoció a la actriz hollywoodense Shelley Winters, quien describió a Connery como «uno de los escoceses más altos, encantadores y masculinos» que había visto, y más tarde ella pasó muchas noches con los hermanos Connery bebiendo cerveza.
Henderson le consiguió un papel en una producción del Q Theatre sobre la obra de Agatha Christie, The Witness for the Prosecution, a lo cual le siguió otro en Point of Departure y A Witch in Time en Kew, uno más en The Bacchae en Oxford Playhouse, y otro en Anna Christie de Eugene O’Neill.
Durante su tiempo en el Oxford Theatre, Connery ganó un breve papel como boxeador en la serie de televisión The Square Ring, antes de ser visto por el director canadiense Alvin Rakoff, quien le dio múltiples papeles en The Condemned. En 1956, Connery apareció en la producción teatral de Epitaph, y desempeñó un papel menor como matón en el episodio Ladies of the Manor de la serie policiaca de la BBC Television Dixon of Dock Green a lo que le siguieron pequeños papeles en Sailor of Fortune y The Jack Benny Program.

A principios de 1957, Connery contrató al agente Richard Hatton, quien le consiguió su primer papel en el cine, como Spike, un gángster menor con un impedimento del habla en No Road Back de Montgomery Tully. En abril de ese año, Rakoff —después de haber sido decepcionado por Jack Palance—, decidió darle al joven Sean su primera oportunidad en un papel principal, ahora como Mountain McLintock en la producción de BBC Television Réquiem for a Heavyweight.
En 1957 interpretó a un pícaro conductor de camión en Hell Drivers de Cy Endfield y, más tarde ese año, apareció en la película de acción de Terence Young, Action of the Tiger. También tuvo un papel menor en el thriller Time Lock de Gerald Thomas, como un soldador.

Entonces, en 1958, la actriz estadounidense Lana Turner pidió que Sean Connery fuese su compañero en el melodrama Another Time, Another Place, donde interpreta a un reportero británico llamado Mark Trevor, atrapado en una historia de amor.
En 1959, Connery consiguió un papel principal en la película de la Walt Disney Productions, Darby O’Gill and the Little People, dirigida por el director Robert Stevenson. También tuvo papeles destacados en las producciones de 1961 de la BBC Television, Adventure Story y Anna Karenina, dirigidas por Rudolph Cartier.
Una medicina de posguerra
Rob Sheffield, periodista de Rolling Stone, dedicó un homenaje al nonagenario actor tras su muerte, en el cual expone la quintaesencia de lo que él llama «la última estrella de cine de verdad». Connery realmente vino de otro mundo: la última generación de actores que crecieron hambrientos en la Segunda Guerra Mundial, un chico de la clase trabajadora de Edimburgo criado en barrios marginales urbanos sin plomería interior, quien abandonó la escuela a los 13 años para trabajar en una serie de trabajos indeseables.

Sin embargo, se hizo famoso interpretando a James Bond, el sumo británico elegante y sofisticado. Podrías meterlo en cualquier película, no importa lo cursi que fuese, y él le traería un poco de dignidad.

Incluso logró salirse con la suya interpretando al rey Arturo en un drama de fantasía de 1995 llamado First Knight, dirigido por Jerry Zucker de Airplane!, protagonizada por Richard Gere y Julia Ormond. La película fue tildada de terrible, pero la inclusión de Connery valía la pena verla, y él conservó toda su mística intacta.

Sean Connery saltó al estrellato como el James Bond definitivo —del Dr. No de 1961 a Diamonds Are Forever de 1971—, con un regreso en 1983 con Never Say Never Again. Le aportó su propia hosquedad al personaje, gallardo y serio, un espía con licencia para matar. Su 007 parecía no disfrutar de los tragos embebidos en corbata negra ni de sus conquistas de mujeres; todo estaba en el cumplimiento del deber, por la reina y el país.
Su Bond era tan gruñón y malhumorado, que hasta hacía muecas en los chistes que debía hacer. Un momento clásico, en From Russia With Love, cuando descubre que un compañero agente es un asesino de la KGB haciéndose pasar por un británico de la realeza, Connery da un revirón de ojos y dice: «Vino tinto con pescado. Eso debería haberme dicho algo».
¿La irónico de esto? James Bond, el hijo de la élite de Eton y Sandhurst, fue interpretado por un pobre niño escocés. Como tantos caballeros británicos favoritos de las películas —Cary Grant, por ejemplo—, Connery fue un estafador callejero que aprendió a encender el encanto de la cámara. Siempre tuvo ese famoso tatuaje «Scotland Forever», que recibió cuando era adolescente en la Royal Navy en los años cuarenta, mucho antes de que se pensara que una respetable estrella de cine se tatuara.
Una vez dijo: «Había guerra, así que todo mi tiempo de educación fue borrado de un golpe. No tenía ninguna calificación para ningún trabajo, y el desempleo siempre ha sido muy alto en Escocia de todos modos, así que tomas lo que puedes. Yo fui lechero, obrero, doblador de acero, mezclador de cemento, prácticamente cualquier cosa».
No obstante, Dr. No convirtió a Connery en una estrella. Sólo Connery podría haber hecho a Bond tan convincente, dado que la fantasía estaba tan desincronizada con la realidad. Había algo ridículo en un espía inglés que luchaba contra una Guerra Fría a la que nadie más parecía notar que Inglaterra estaba invitada a unirse. En un momento en que la grandeza de ese país consistía, principalmente, en sacar estrellas pop e inventar minifaldas, Bond fue el último hombre que defendió el honor de un Imperio Británico que ya no existía.
Sin embargo, hacía creer que las tropas rusas invadirían Croydon, Shaftesbury, y Wakefield en el momento en que bajara la guardia o se sentara a disfrutar de su martini favorito. Esa era la broma implícita en su nombre en clave 007: la idea de que había al menos seis más de estos bromistas delirantes corriendo por todo el mundo.
Sean Connery llamó al papel 007 «un monstruo de Frankenstein», uno con el cual él luchó duro para escapársele. Le dijo a Rolling Stone en una ocasión: «Había sido actor desde los veinticinco años, pero la imagen que la prensa proyectó de mí fue que caí dentro de este esmoquin y empecé a mezclar martinis de vodka. Y, por supuesto, no fue nada de eso en lo absoluto. Había hecho televisión, teatro, un montón de cosas. Pero fue más dramático presentarme como alguien que acababa de salir de la calle».
Esta historia continúa en la parte II.